lunes, 25 de octubre de 2010

La novela como literatura, una excursión necesaria.


Nuevos Aforismos




1.     Lo que llamamos literatura es un problema. Una teoría de la novela no puede pasar de largo, en primera instancia, por sus singularidades. La cosa literaria, que está siempre “en tela de juicio”. Desplazada su centralidad, no es un discurso singular sino una intervención en torno a los demás discursos. El artista visual contemporáneo interviene objetos, el novelista interviene discursos, los pervierte al hacerlos hacer, al performarlos.
2.     Lo que llamamos literatura, no le asignemos aún un contenido, está sentado en el banquillo de los acusados. La acusación a la que se la somete es tan vieja como el término mismo, pero hoy no sabemos el nombre de la autoridad que la condena, como sabía bien K.
3.     En la mayoría de las novelas el narrador es un tirano. Es la autoridad. Suyo el poder, no tan suya la gloria. Y sin embargo, aún en aquellas novelas-dictadura, como las de Nabokov, el narrador termina cediendo su poder al lector, quien toma las verdaderas decisiones.
4.     Las novelas son, sobre todo el arte de la repetición. Borges, que lo entendió, decidió escribir novelas condensadas. ¡Que el lector repitiera, tantas veces, la escena del cuchillo en El hombre de la esquina rosada, que cruzara el Jardín de los Senderos que se bifurcan. Que sintiera, como él el dolor del amor en todo el cuerpo. Sólo es nuestro, afirmaba, aquello que hemos perdido. Quizá por eso, también, la mejor lectura de una novela ocurra en una de sus re-lecturas, en una de sus repeticiones traumáticas.
5.     El narrador, dice Walter Benjamin, toma toda su autoridad de la muerte. Es siempre un aguafiestas.
6.     Lo curioso es que el papel de la novela es, precisamente, desde sus orígenes, es de poner en tela de juicio el concepto de autoridad. La literatura es esa habla huérfana que busca un nuevo destino, una nueva identidad
7.     Podemos intentar una definición sobre novela. Una definición, por cierto, que arranca en El Lazarillo: “Pues usted escribe que se le escriba”, dice el Anónimo narrador, e inicia la novela como novedad jurídica, como jurisprudencia (de hecho eso quiere decir novela originalmente en italiano). Por lo que a partir de entonces, sobre todo si se trata de una novela en primera persona, es una confesión no pedida ante un tribunal inexistente. De esto sabía bastante K. Por eso la novela es siempre un lugar desde el que se puede pensar al poder como pregunta, como problema. Por eso, no por su carácter ficcional, ni por la loca imaginación de sus autores, es que la Inquisición prohibió la novela en las colonias americanas.
8.     Toda novela habla sobre el enigma del poder.
9.     ¿Qué ocurre, entonces, entre la autoridad –el poder- del narrador y la autoridad, -el poder, del lector, entre el testigo y el textigo. ¿Por qué las novelas con conmueven? ¿Por qué no sabemos por qué nos sentimos afectados por su lectura, y ni siquiera podemos conocer qué es lo que nos afecta? Freud pensaba, en su El Moisés de Miguel Ángel, que se trata de un enigma para el entendimiento. Nos impresionan, pero somos “incapaces de decir qué representan para nosotros”. El habla huérfana de la literatura nos enmudece, nos colapsa. Enmudecer para poder hablar después. Es la estructura misma del encuentro lo que me parece esencial aquí.
10. Porque hay un llamado de esa habla huérfana del testigo al cuerpo parlante –aunque haya enmudecido temporalmente- del textigo (la etimología de testigo es la de un tercero, pero también la de un participante, no lo olvidemos). El encuentro es el enigma mismo. El encuentro es lo único que importa –aunque sea inconmensurable, especialmente por ser inconmensurable.
11. Por eso nunca importa el sentido de una novela (además ninguna novela tiene un sentido), sino las relaciones de autoridad y poder en el encuentro de su lectura. El juicio sumario que ocurre, una y otra vez, dentro de sus páginas.
12. La muerte le confiere toda su autoridad al narrador, ya lo dijimos. Repitámoslo aquí, de la mano de Jacques Derrida. Al morir Emmanuel Levinas, ese teólogo secular –ese que hablaba de la palabra desde la noción de Dios- Derrida pronuncia estas palabras esenciales: Muerte: no, antes que nada, aniquilación, no-ser, o nada, sino una cierta experiencia del sobreviviente del “sin-respuesta”… es el asesino quien desea identificar la muerte con la nada. El narrador desea, está obligado, llamado, a encontrar ese algo incomprensible de la muerte. Es un sobreviviente. Tiene un deber ético frente al asesino, quien busca la instauración de la nada: la mudez, el silencio total.
13. La muerte instaura el lugar del pasado en el presente. La muerte es siempre historia. El evento es inaprensible si se le asimila al contexto presente. La literatura es siempre, discurso histórico, transmite la carga del pasado excesivo sobre el presente y la abre hacia el futuro.
14. Y por eso la autoridad del testigo es distinta a la del narrador convencional, en tanto no es su papel ejercerla para definir totalitariamente qué es ficción o qué es verdad. Su autoridad se la da el evento mismo, el exceso eventual y la incomprensión del propio periodo de latencia frente al evento traumático. No existe para el testigo reconstrucción de eventos. No puede volver al pasado, tiene que re-enactuarlos. De hecho en la novela Residuos, Tom McCarthy hace que su personaje sin nombre, quien ha sido sobreviviente de un trauma físico (le cayó encima un objeto pesado) se llame Renactor. Contrata a una compañía no para que le devuelva la memoria, cosa imposible, sino para que le permita re-enactuar a su antojo lo que le ocurre a él y a otros en la vida cotidiana. Manipula el presente de acuerdo a la arbitrariedad de lo que decide querer recordar (repetir) en el futuro. Incluido el asesinato, la violencia.
15. El escritor británico Tom McCarthy y el filósofo inglés Simon Critchley han fundado –un poco en broma, un poco en serio- una Sociedad Necronautica Internacional cuyas ideas la novela encarna. Ante la constatación de que toda idea de trascendencia es fallida: el ser no es plenitud sino elipsis, han decidido recolectar basura, detritos. Estamos hechos de materia, sí, pero de materia que se descompone, que se pudre, muere. Si todas nuestras relaciones –con los otros, con la realidad, con nosotros mismos- no son auténticas, los Necronautas que no son nihilistas, buscan un nueva fuerza en la atención rigurosa a lo dañado, a lo parcial, a lo ausente, a lo innombrable. Sólo podemos conocer –narrar-, testimoniar el fragmento, lo incompleto: los trazos y las trazas, el trazo y el tracto. Los restos del naufragio. La novela, así –la narración del desastre- no está constituida del todo, debe ser trazada por el textigo que la lee, que reagrupa los trazos. Como en una vida, ni más ni menos.
16. El textigo sólo puede nacer si el testigo muere.
17. No hay ahí ahí.
18. Se acabó la posibilidad –aunque las librerías estén llenas de estos especímenes que se resisten a morir- de la novela total, de la novela completa. Del realismo tradicional, embelesado en el lenguaje del adjetivo. El realismo lírico que Zaddie Smith inteligentemente ha caracterizado por una especie de fe ciertos clichés: la importancia trascendente de la forma, el poder encantatorio del lenguaje para revelar la verdad, la continuidad y completitud esencial del yo. Frente a esos mandamientos del siglo XIX las novelas posteriores a Joyce deberían al menos sentir angustia. Por eso mismo la novela contemporánea sufre de Desorden de Ansiedad Generalizada y de Stress Post-Traumático, una de las causas de la ansiedad misma.
1.     Después de Joyce, o de Beckett o del mismo Faulkner no puedes ver al otro pretendiendo encontrarte con un yo. En los ojos del otro hay un abismo, un vacío. Un sobreviviente que no comprende.
2.     No existe una historia auténtica del yo. Pobres de las novelas que aún no lo saben.
3.     ¡Qué artificial es el realismo! ¿Qué tenemos aquí? Un trauma, una repetición, una muerte, un comentario. ¡Que nadie diga que comprende!


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