sábado, 23 de octubre de 2010

La novela como nudo (un ensayo)


La novela como nudo

1. La novela es un género joven y en su casi medio milenio, aún no se la estudia sino con elementos prestados de otros géneros –la novela no es una fonética ni una semántica, sino una particular sintaxis-, lo que hace que o bien se generalice o bien se caiga en el lugar común cuando se la aborda. Kundera en Los testamentos traicionados, El arte de la novela y El telón, intenta explorar formas novedosas para encontrarse con un género nuevo. Habrá que releerlo para hallar herramientas. Lo que está claro, sin embargo, es que necesitamos inventar el metalenguaje con el que hablemos de la novela.

2. Borges lo afirmó con claridad en El arte narrativo y la magia al afirmar que nadie había analizado con cuidado la técnica novelística porque sus infinitas complejidades están siempre relacionadas con la forma específica de la trama. La novela es una forma especial de anudación de lenguaje, que se reinventa dentro de ella.

3. Una de las palabras más equívocas al referirnos a la novela con términos prestados es estilo. Cuando nos referimos al estilo de un escritor apelamos a una retórica, a una forma de utilizar el lenguaje. Lo que la novela hace es una cosa muy distinta, crear un universo real sólo existente en esas páginas. Toda buena novela es, por ello, original en el sentido más lato de la palabra: origen de un mundo que muere con ella, no con su autor, que desaparece, para bien de la novela. Y esto es válido aún para la novela histórica.

4. El balance de una historia descansa en la existencia de dos cosas, escribe Césare Pavese poco antes de redactar su última novela, La luna y las fogatas: el autor que sabe cómo va a terminar y el grupo de personajes que lo ignora. Si el autor y el protagonista se fusionan, como en las historias en primera persona, es esencial aumentar la estatura de los otros personajes para reestablecer el balance. El protagonista, entonces, si está relacionado con la historia debe permanecer como espectador. Se refería por supuesto a su modelo, El gran Gatsby, una de las novelas que se negó a traducir por sentirla muy hondamente personal y porque algo así debía hacerse en italiano. Justamente su propio empeño. Sin embargo esto es sólo un aspecto de la composición. Las novelas de Pavese, como las de Rulfo, tratan de lo que no dicen, de lo que ocultan (no son una semántica, lo repito, sino una sintaxis). Italo Calvino lo vio muy bien al decir que en las novelas de Pavese la cosa real que se quiere decir sólo puede ser expresada por el hecho de no mencionarla. No pocas lecciones pueden extraerse de esto.

5. La tendencia a destruir el engaño gramatical del plural, la dictadura del narrador único. Sobre esto reflexiona Kundera al final de El Telón al hablar de otro tipo totalmente distinto de novela: la de los múltiples narradores cuyo modelo es Las relaciones peligrosas. El viaje que analiza Kundera, sin embargo, es el de Faulkner en Mientras agonizo, donde los puntos de vista son los de los quince personajes que en sesenta capítulos cuentan esa forma de anábasis que es el viaje de Addie en ataúd hasta un rincón perdido del sur. La novela rompe esa ilusión porque por arte de magia, dice Kundera, rompe la ilusión de una entidad única (ellos, nosotros) y la disemina. El personaje se apropia de la trama con ese gesto lingüístico y destruye la despótica autoridad de la story ( que es única: sólo ocurrieron estos hechos, pero múltiple, los puntos de vista de quienes los vieron y vivieron). No es gratuito que aquí Kundera use el inglés: se trata de rebatir nada menos que el dictum anglosajón por excelencia que el propio Robert Louis Stevenson preconizaba al decir: character must be subordinated to action. Pero la intuición de Kundera en este apartado es la que me interesa. La historia de un arte –en este caso el arte de la novela- está no sólo en lo que este arte ha creado, sino en todo lo que habría podido crear, en las obras realizadas y en las no realizadas. La novela es el arte de los infinitos posibles, nos dice.

6. Cuidado con los árbitros del estilo y la religión del enunciado. Tal fe dio Madame Bovary, es cierto, pero solamente por el poder de la historia y del personaje íntimamente intrincados. Sin esa novela Flaubert sería un buen amante y un excelente corresponsal, solamente. Su callejón sin salida es el propio catálogo del lugar común y la idiotez: Bouvard y Pecuchét. El esteta que hay en Flaubert funciona en el cuento, a la perfección. Un corazón simple es el máximo ejemplo: hay el recuento de una vida como una fotografía única, la solitaria abandonada que es, sin embargo, la única fiel entre todos los personajes: Felicité. Con ideas se pueden hacer cuentos, incluso. Pero con ideas no se pueden escribir novelas. Las novelas son universos, crean mundos reales por acumulación de situaciones estilizadas, como Pavese describió el supremo arte del supremo Stendhal. El cuento puede producirse por destilación múltiple. Si eso se hace en una novela queda un líquido incoloro, insaboro e inoloro.

7. En su novela, Diary of a bad year, J. M. Coetzee rompe incluso con la estructura tipográfica. La mezcla de realidad ficción ya la había ensayado con desigual fortuna en Vida de los animales y sus secuelas con la misma protagonista. La estructura de la novela y su disposición tipográfica buscan decirle al lector directamente: escucha, no estás leyendo una novela, estás introduciéndote como un mirón en los papeles privados de un escritor, C (todas las referencias del personaje narrador, de hecho, coinciden con las del autor real, el elusivo y misterioso Premio Nobel sudafricano).  Cada página del libro está cortada por una línea que indica las dos partes centrales del libro: las reflexiones del autor sobre la vida contemporánea –y la instituciones podridas que la representan, como la República, la Democracia, la Universidad, la absurda noción de consenso, la probabilidad, la gramática del inglés-, y luego su reconocimiento de una mujer, su vecina en el edificio, Anya, a quien pronto contrata como mecanógrafa de un trabajo por encargo. Si en Desgracia, su mejor novela, Coetzee había hecho de la soledad con anhelo buscada y de la ausencia de contacto un credo ahora hay casi una apología. Pero en ninguno de sus libros hay soluciones, si quiera parciales, a los problemas que plantea y por ende Diario de un mal año se resuelve, también, en  la más profunda ambigüedad. “¿Por qué es tan difícil hablar de política desde fuera de la política?”, se pregunta no sin razón, el señor C., poco antes de que cada página de la novela tenga una segunda línea, esta vez para incluir las reflexiones de la vecina quien desde el principio es una juez implacable de la futilidad de los trabajos de C. y, sobre todo, de sus vanos escarceos románticos.  De la misma manera en que no es difícil sino imposible hablar de la novela fuera de la novela.
La ironía suprema es que mientras C. ha ido a refugiarse al fin del mundo –Australia-, a buscarse la que magistralmente él llama una identidad en itálicas, está escribiendo su parte para un libro que se publicará en Alemania con el título nabokoviano de Strong Opinions. ¿De qué tiene una opinión C incontrovertible, él, que no se considera un pensador, que no ha podido nunca con la abstracción? De la compasión, de los pájaros y de Johann Sebastian Bach. Anya romperá con Alan,su novio de entonces, aprenderá a recuperarse como persona, a ser. Y C también, desvaneciéndose, resucitará. Acaso con toda la frialdad del escalpelo de su prosa Coetzee ha escrito su primer libro sobre la ternura, un tema sobre el que la literatura contemporánea aborda poco.  Lo que la novela muestra, con contundencia es que el novelista no escribe en el territorio de las opiniones fuertes, sino el de la ambigüedad.
7.1 Coetzee, un excurso.
Sigo con John M., ahora hacia atrás, a su novela Desgracia. La seriedad es, para cierto tipo de artista, un imperativo que une lo estético con lo ético, escribe Coetzee en su espléndido libro de ensayos, Giving offense, essays on censorship (1996). No cabe duda que él es ese tipo de artista o de escritor que evoca, para quien existe el compromiso (aunque la manida palabra signifique algo muy distinto en él). Y sin embargo ha sabido desde siempre que aunque su literatura plantee –quizá como en pocos escritores contemporáneos- preguntas morales de primer orden, no es su función darles respuesta. Por ello utilizó incluso ese vehículo, la ficción, cuando fue invitado a las famosas Tanner Lectures que promueve la Universidad de Princeton y su Centro Universitario para los Valores Humanos. Allí, lejos de la pretensión filosófica de los humanistas que ofrecen esas charlas, escribió un relato en dos partes, inventando a una novelista envejecida, Elizabeth Costello, quien lucha por evitar la la crueldad humana hacia los animales y paulatinamente evita cualquier contacto con humanos, especialmente los carnívoros. Los dos fragmentos del libro, Vidas de los animales: los filósofos y los animales y los poetas y los animales cuentan una historia, plantean preguntas, ahondan en los misterios del alma humana, en la perplejidad que provoca la vida. No pretenden hacerla más inteligible.
Coetzee nació en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, hijo de un abogado y una maestra y se crió en un ambiente bilingüe: hablaba Afrikáans con sus parientes y vecinos–la lengua de la mayoría de la población blanca de Sudáfrica-, pero en inglés dentro de casa y en todas las escuelas a las que asistió hasta graduarse en 1961 en literatura y matemática en la Universidad de Ciudad del Cabo, donde ejerció la silla Ardene de literatura. Trabajó de 1962 a 65 como programador de computadoras en Inglaterra y finalmente vivió entre ese último año y 1971 en Estados Unidos, estudiando el doctorado en literatura en la Universidad de Texas en Austin y siendo profesor de la Universidad de Nueva York en Búfalo. Ha regresado dos veces como profesor invitado a la John Hopkins de Maryland en dos ocasiones (1986 y 89), pero desde 1972 vive en Ciudad del Cabo.
Dos años después de regresar terminó dos novelas cortas, El proyecto Vietnam y La narrativa de Jacobo Coetzee, publicadas en el volumen Dusklands. Ya allí estaba uno de los temas fundamentales de su literatura: el individuo enfrentado a la sociedad. La relación entre los poderosos y los desprotegidos que igual le preocupará en sus ensayos que en su brillante memoria, Infancia, escrita en tercera persona. Su primera novela, In the hart of the country (1977), en cambio, está escrita en primera, es el diario de una mujer que vive en una granja remota de Sudáfrica mientras contempla el mundo y la vida de las que ha sido excluida mientras se va volviendo loca. Del género del romance familiar Coetzee saca provecho para un relato sobre el poder colonial y sus excesos. En 1980 publica Esperando a los bárbaros, la historia de un magistrado y su evolución paulatina hacia el cuestionamiento del gobierno para el que trabaja (con la novela obtuvo en premio más importante de su país, el CNA; Central News Agency). Otra vez el funcionario de la justicia trabaja en un pequeñísimo puesto fronterizo, casi perdido. Terminará poniéndose del lado de las víctimas y yendo a la cárcel. El afán quirúrgico de la prosa de Coetzee disecciona el corazón del hombre ante los extremos, como lo hará con Vida y tiempos de Michael K (1983, ganadora nuevamente del CNA y del Bookers Prize), una historia dentro de la guerra civil. En ella, a mi juicio, Coetzee afiló sus dos instrumentos más letales: una aparente frialdad en la prosa, conseguida a través de frases breves de una precisión casi transparente, desadjetivada (“tan purificadora para los sentidos que una piensa al terminarla que la mirada ha sido afilada y el oído vivificado”, opinaba Cynthia Ozcik en el New York Times Book Review) y una intensidad conseguida al enfocarse en los actos narrador y no en la descripción. La historia es simple y cuenta el periplo de Michel K –y su labio leporino- trasladando a su madre agonizante, Anna, a la vieja granja familiar. La madre, sin embargo, muere en el trayecto, abandonándolo. Es hecho prisionero dos veces y escapa, con la idea fija de vivir dignamente. En 1986 publica Foe, una reinvención –como la de Tournier- de la historia de Robinson Crusoe (Crusoe –amante de Susan Barton- ha muerto y su sirviente, Viernes no puede hablar así que le pide en 1720 a Daniel Foe que le cuente su historia, aunque Foe termine por narrar otra), una novela sobre la tiranía de la narración que continuaría en 1994 con El maestro de Petersburgo, situada en 1869, cuando Dostoievsky regresa de Alemania a San Petersburgo ante la muerte de su hijastro. El evento le sirve a Coetzee para discutir las misteriosas relaciones entre la vida y el arte y, sobre todo, para devolvernos una imagen caleidoscópica de Dostoievsky (ingenuo y calculador, perverso y piadoso, cruel y compasivo). Entre ambas publico La edad de hierro, una novela tremenda, comprometida hasta el tuétano (quizá la más política de todas las suyas). La protagonista, la señora Curren es una profesora jubilada que muere de cáncer –otra vez escrita en primera persona bajo la forma de una larga carta a su hija que vive en Estados Unidos y ha huido del apartheid. En sus últimos días decide recibir a un alcohólico y vagabundo que aparece tirado ante su puerta mientras Bekchi, el hijo de su sirvienta se ve envuelto en un levantamiento y ayuda a su madre en la búsqueda sólo para hallar al hijo balaceado. Recibe a otro amigo que será asesinado en su propia casa mientras la Sra. Curren se ve forzada a enterarse del otro cáncer, el que vive su país. Su única compañía termina siendo el alcohólico que se compromete a entregar la última carta a su hija.
Necesité este apretado resumen de la narrativa de Coetzee para dar a entender la gran empresa que significa su más reciente novela, Desgracia. David Lurie, antiguo profesor de inglés (especialista en los poetas románticos) ha tenido que dar clases en el nuevo departamento de comunicación –el suyo desapareció ante los estudios culturales- y es expulsado de la Universidad de Ciudad del Cabo después de tener un romance con una aluma (Melanie Isaacs) que lo acusa de acoso sexual y violación. Lurie va a vivir (otra vez a una granja alejada) con su hija Lucy donde son atacados por tres hombres negros en la Sudáfrica post-apartheid (a él le prenden fuego después de empaparlo con líquido para encendedores y a ella la violan). Al regreso a Ciudad del Cabo pasa por la casa de los padres de Melanie, en una de las escenas más memorables de la narrativa de Coetzee (es invitado por el padre, que ahora comparte su desgracia, ambos tienen hijas que han sido violadas, aunque Lurie realmente haya seducido a su alumna). Su departamento ha sido robado y destruido y regresa a Cabo Este con su hija que está embarazada como resultado de la violación y ha aceptado casarse con el agresor, sólo de facto, para poderse quedar con la granja. Lurie alquila una casa mientras espera el nacimiento de su nieto, escribe un libro que ha proyectado toda su vida sobre la amante de Byron y ayuda a una amiga de su hija a aplicarle la eutanasia a perros indeseados. Hasta aquí la trama. La novela, como todas las de Coetzee, empieza exactamente cuando la hemos terminado y cerramos el libro.
Sangre fría, disección, precisión clínica, prosa sólo aparentemente aséptica. Son las cualidades más sobresalientes de la novela más molesta de Coetzee. Porque no sólo trata sobre la pérdida de poder y de control –sobre la vida, sobre los valores- o sobre los blancos en una Sudáfrica ya no gobernada por blancos, sino sobre un profesor de literatura clásica en un mundo donde los únicos valores son la juventud, el comercio y el futuro. El mejor parlamento de la novela es el de la hija al justificar su aceptación de la desgracia, pensando que se puede empezar de nuevo siendo una mujer blanca: “a nivel de tierra. Sin nada. Pero no sólo con nada. Con nada. Sin carta alguna, sin armas, sin propiedad, sin derechos, sin dignidad. Como un perro”. Otra vez el escalpelo de Coetzee explorando en el corazón humano, especialmente cuando tiene que reaccionar ante las situaciones más extremas, incluso cuando ya no hay nada humano en esa reacción. La antisentimentalidad de J.M. Coetzee en su más alto poder como escritor. No hay juicio moral, a pesar de lo que pueda pensarse, quizá porque el novelista sudafricano se ha dado cuenta que en estos tiempos –en su país, pero en muchos otros arrasados moral e ideológicamente en sus identidades por el neoliberalismo globalizante- no existe nada ni nadie que nos haga distinguir entre el odio y el amor. No por nada esta novela ha sido comparada con En el corazón de la noche (o de la oscuridad), de Conrad. Sin embargo Kurtz en la novela del polaco es destruido más allá de lo civilizado y Lurie se reinserta en el nuevo salvajismo. Han llegado los bárbaros, al fin, parece decirnos con escepticismo Coetzee.  
No olvidemos que Coetzee, además, está haciéndonos un guiño. Cita, casi textualmente, en el momento más crudo de su historia, el final de otra novela atroz, El Proceso de Kafka. Sólo que a K, que también se sintió como un perro, la vergüenza habría de sobrevivirlo. A Lurie –y a Lucy, su hija- la vergüenza no les va, no les corresponde. Son –o encarnan- a quienes han perpretado la violencia. Son sobrevivientes del odio que ellos mismos produjeron frente a los otros ahora que son, ellos mismos, los nuevos otros.
Regreso, sólo para finalizar, a Infancia (Boyhood, scenes from provincial Life). Los dos temas fundamentales de la memoria son lo alejado que el niño está de la cultura Afrikaner y la incomodidad ante las obligaciones del amor a los padres –ambos, aunque el padre salga más mal parado. La autobiografía nos sugiere, poderosamente, que las convicciones políticas tienen menos que ver con la ética que con nuestra noción estética y las formas de nuestro deseo (así es como el personaje prefiere la USSR que los US, es decir la Unión Soviética frente a los Estados Unidos, sólo por la letra mayúscula R, “la más grande de las letras”, de la misma forma como decide ser católico y no protestante a pesar del ateísmo familiar, sólo por razones estéticas aunque estas le den muchos dolores de cabeza en la escuela). El despertar político y el despertar erótico corren parejos en la memoria despersonalizada y tremendamente dura de Coetzee. Pero también la reflexión, sobre todo al final, cuando se preocupa de lo que más le molestaba de su tía Annie, los libros editados por su abuelo y nunca distribuidos, los libros que nadie leerá nunca. Entonces Coetzee escribe de sí mismo esta frase perfecta: “Lo han dejado a él sólo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?”.
Igual que en Vidas de los animales, aquí como en Desgracia, Coetzee nos deja una pregunta central, ¿será posible, habrá alguna manera, la que sea –filosóficamente, poéticamente, psicológicamente- resolver los conflictos éticos, las sensibilidades que luchan detrás de ellos? Quizá sólo nos deje, también, la sensación de un irreconciliable –pero irrenunciable- sentido de conflicto entre aquellas personas que se creen moralmente serias y su papel social. Como él mismo apunta en su ensayo Emergiendo de la censura: el escritor ocupa una posición que simultáneamente se encuentra fuera de la política, rivaliza con la política y domina la política, lo que le hace correr un riesgo desmedido, producto de ese orgullo: el riesgo que corre el escritor como héroe es el de la megalomanía. Es el terrible invento de Carlyle, creer que el escritor ante su mesa de trabajo es un héroe (aunque sea sólo un héroe que resiste) y en el caso de un contador de historias no sólo eso, alguien que narra.


8. Esto nos aproximamos a una respuesta: la incompletitud del mundo. Su carácter provisional exige del novelista contemporáneo un nuevo tipo de obra, una obra que no aspire a la totalidad –la Gran Novela Americana, por ejemplo, en la tradición de los Estados Unidos, la novela fundacional latinoamericana a la Cien Años de Soledad, o Terra Nostra en nuestra tradición- porque las mejores empresas intelectuales son aquellas que con elegancia pero también con insolencia participan en la demolición de un mundo ya podrido y en vías de destrucción.
Demoler las instituciones implica demoler la literatura, al menos como la entendemos tradicionalmente. La novela, ese género que todo lo permite, es quizá una de las formas privilegiadas para lograrlo: si se me permite el juego de palabras, la forma es formante, crea nuevas realidades, nuevas verdades como en el caso de las obras que analizamos antes. Déjenme llevar, entonces, el argumento hasta su último límite. Ayúdenme a imaginar. Describamos el estado actual: Hoy existen los escritores contables y los escritores notarios. Para unos existe sólo la cifra (y cifra es, finalmente cero) y para los otros el registro, la maniática voluntad de dar fe. Lo que Mallarmé ya entreveía: “la función numeraria fácil y representativa de la literatura”. Vivimos subordinados a las pulsiones de la cifra, reina soberana de nuestros días. Contar, contar, contar: antes y después y siempre, contar. Evaluar, tasar, pesar. Nada se puede con el estado computable del mundo, que lo empobrece: incluido el lenguaje. El lenguaje, sobre todo un útil para relacionar, comunicar: un medio, simplemente. El lenguaje nos da órdenes, nos ofrece necesidades, como las de la publicidad, estudiados mensajes según el público y rigurosos estudios de mercado que, antes, ya nos han también convertido en estadística. ¡Viva el reino universal de la mercancía y su soberana la cifra!
¿Y entonces, se me preguntará, con desesperación? En esta época de nihilismo activo el consorcio –el capitalismo democrático mundial- ha terminado por producir un artefacto que llama novela, mercancía disímil pero light, que no molesta ni empacha: se digiere fácilmente. Es preciso, entonces, ir al fondo de la forma misma de la novela, la construcción de su verdad y de sus personajes, para producir algo nuevo, no importa si parcial, si provisional como hemos dicho antes, ¿alguien quiere por dios una respuesta categórica hoy?
“En dos siglos hemos convertido en nada todo lo que habíamos heredado”, dice  Ravèse, un personaje de Arte, la novela de Valentín Retz, y agrega, “Nos hemos empeñado en destruir la verdad como unos forzados en contra de la roca y hemos devaluado todo lo que teníamos por ella. Hemos incluido en todas nuestras creaciones la perspectiva de la ruina y hemos arruinado, efectivamente, el conjunto de nuestras creaciones”. Inventamos por una lado una prosa con denominación de origen, una prosa-tequila, una prosa-nieve de melón y por otro lado nos empezamos a servir con desparpajo de una prosa globalizada olvidándonos de lo que decía el escritor portugués Miguel Torga, lo universal es lo local pero sin los muros.  De lo que se trata es de trabajar en el lenguaje contra los árbitros del sentido común y los policías de su ciudad; rechazar las frases usadas, las frases ancianas, las frases adversas e ir a la búsqueda e la nueva frase.
Escribir libros que sean otra cosa que libros, máquinas de demolición, viviendo el lenguaje como el combate espiritual que se imaginaba Rimbaud. Libros vivos, que produzcan su propia energía, como centrales nucleares. Hay que despertar como hacen todos los personajes de las novelas de Kafka, pasar de la muerte a la vida tomado a la literatura como experiencia.

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